Era una tarde lluviosa cuando decidí permanecer sentando dentro de
mi viejo automóvil, un simple sedán de cuatro puertas con un color azul
grisáceo. Su tonalidad ya opacada por los incesantes rayos de sol apenas podía
distinguirse, era un auto viejo sin duda, pero fuera de eso funcionaba de
maravilla. Lo había estacionado al lado de la casa de mi mejor amigo, Henri; no
sé en qué estaba pensando. Mire por el retrovisor frontal y sólo encontré los
ojos de un viejo cansado, aún no había llegado a mis cuarenta y mi rostro ya
comenzaba a resentir las arrugas que me acompañarían en la vejes. Tanía más
canas de las que me gustaría aceptar; en verdad detestaba verme envejecer. Hace
medio año que empecé a usar tintes para el cabello, tratando de ocultar esas
hileras blancas las cuales sobresalían de mi oscura cabellera, pero todo fue en
vano. Joanna es el nombre de mi esposa, fue quien me aconsejo usar tintes para
el cabello, asegurándome que era normal entre hombres mayores; supongo que
tampoco le agradaba la idea de tener a un anciano como esposo, aunque sólo
fuera en apariencia. Pero ahora todos mis problemas con la vejes eran
irrelevantes en ese momento. Yo estaba ahí por Henri, tenía que salvarlo de
alguna manera, aquel estanque depresivo en el que se había sumergido no era
sano. Ya había pasado mucho tiempo desde que dejo de ser él mismo. Amaba a su
mujer con todo lo que pudo sentir. Pobre hombre, perder a Amelia fue un golpe
devastador. Yo fui amigo de los dos, y por supuesto también la extrañaba. Amelia
siempre fue una mujer muy especial, encantadora a su manera, alegre como
ninguna; así era ella y así la recordábamos. Pero yo siempre supe la verdad, ella
no sólo sonreía para sí misma, su radiante alegría también se la dedicaba a
Henri; por él siempre sonrió, y tuvo las fuerzas suficientes para irse de este
mundo dándole la más cálida despedida. Ya ha pasado casi un año, y Henri aún no
se había recuperado; temía que nunca lo hiciera.
En nuestro oficio por desgracia es común encontrar a familias
separadas por actos violentos, o ver a inocentes muertos por las calles de la
miseria, o peor aún, encontrarlos dentro de construcciones abandonadas
despojados de lo que alguna vez los hacía personas. Gajes del oficio como
muchos lo decían. En este mundo las atrocidades cometidas por personas no eran
simples fantasías o relatos, los monstruos existían, pero no como los que
siempre imagine en mi infancia. Los años me enseñaron a endurecerme y ver las
cosas muy diferentes a como las imaginaba junto con Henri. Aunque a Henri le
costó más trabajo, y no lo aceptaba del todo, pero al final logramos adaptarnos.
Gracias a esas experiencias mejore al
tratar con las víctimas, debíamos ser cuidadosos con ese tipo de asuntos
delicados, además era parte de mi deber. Pero nada en todos estos años de
trabajo en las fuerzas policiales me preparado para vivirlo con Henri; me
sentía impotente al no poder ayudarlo.
Apreté el volante con fuerza. Todo este tiempo sentado dentro de
la seguridad de mi auto, no me había dado el valor suficiente de salir y ver a
mi mejor amigo, sólo caminaría unos cuantos metros, debería de ser muy sencillo,
pero para mí no lo era. El leve sonido del chocar de las gotas al caer sobre el
suelo húmedo no mejoraban la situación, el ambiente era más tenso de lo que
debería; comencé a preguntarme si debería esperar hasta mañana para hablar con Henri.
Desde hace un largo tiempo que no lo veía en el trabajo, a decir verdad se estaba
tomando un largo descanso, del cual no tenía intenciones de regresar, muchos
deseaban que así fuera.
En estos momentos necesitaba a Henri de regreso, eran tiempos
difíciles y perder a un hombre tan competente e íntegro era un lujo que nadie
debería de darse, pero claro eso no impidió que otros aprovecharan aquella
oportunidad para morder el hueso que Henri había dejado; en verdad necesitaba a
mi mejor amigo de vuelta, como investigador y aliado.
En ese preciso momento me arme de valor, debía dejarme de
tonterías, sentir miedo no me llevaría a ningún lado, si de verdad quería de
regresó a Henri tendría que hablar con él. Me decidí al fin, saldría de la
comodidad de mi auto para verlo de cara; basta de ser un cobarde. Pero justo
antes de abrir la puerta mi celular vibro, metí mi mano en el bolcillo del
chaleco gris oscuro y conteste de mala gana, se trataba de Ron. Últimamente he procurado
tenerlo cerca de mí. En la ausencia de Henri me vi obligado a tener un nuevo
compañero que me cuidara la espalda, era de los pocos confiables que aún
quedaban dentro de nuestra sección. Él desde luego no era un santo, pero al
menos jamás fue una rata orejona, pertenecía al grupo de quienes procuraban
hacer un trabajo decente, sin la necesidad de meterse en mierdas. Conteste su
llamada.
− ¿Sucede algo? –no
quería sonar tan arrogante, pero no estaba de humor para lidiar con más
contratiempos.
−No quería molestarte en tu día libre, jefe,
pero en verdad tienes que saber esto, es sobre el caso de las castañas;
desaparecieron, es todo. Y no, no es
necesario que vengas, ya olvídalo, mañana Ríos te entregara el informe –la cansada
voz de mi compañero Ron me llego como una humareda a la cara, su tono
despreocupado y la poca importancia que le había dado al caso era una clara
señal de rendición; Ron siempre fue de los primeros en tirar la toalla, pero lo
que en verdad me molestaba era lo bien que se estaba tomando el asunto.
− ¡Se supone que Ríos iría tras la pista de
las bodegas, si me dices que no encontró nada te enviare a ti para que
desmanteles el lugar! Dime que sucedió –no pude ocultar lo mucho que me había
irritado su llamada.
−Nadie sabe, el
comandante no quiere a nadie cerca de esas bodegas, el Capitán Faros no dejo
que Ríos se acercara, en cuanto lo supo vino a ponernos el freno, nadie tiene
permitido acercarse a esas bodegas, te lo explicare mañana pero ya debes de imaginártelo,
Boros seguro está involucrado, de lo contrario Faros no sería tan insistente.
−Dime ¿es acaso una
estupidez de La Cabra? En estos momentos no quiero lidiar con otro de sus
malditos desastres –el imbécil de La Cabra siempre me ponía furioso con sus
alardes infantiles. Hijo de Boros quien quizás era uno de los jefes más
importantes de las organizaciones criminales, al menos en la mitad del país. Por
supuesto todos en el cuartel sabían quién era Boros y su hijo, sabíamos que
hacían, cuando lo hacían y donde lo hacían. Sin embargo nadie podía detenerlos,
todos vivíamos bajo su sombra, siendo vigilados de cerca por sus ratas gordas.
−Lo siento jefe, es
probable que se trate de La Cabra, ya sabes que no podemos hacer nada. Oye,
tengo que irme ya ¿estarás bien?
−Sí, no te preocupes, te
veo mañana, infórmale a Ríos.
− ¡Jefe!... ¿Cómo se encuentra
Henri? ¿Fuiste a verlo cierto? Sé que fue idea del comandante Garza sacarlo del
departamento, pero en verdad nos vendría bien una mano extra.
−Te veo mañana –le
respondí después de una breve pausa.
El comandante Garza, o como lo llamábamos algunos en secreto, El
ojo. Era la principal rata de nuestra fuerza. Las ratas de Boros se esparcían
como la peste, en toda la fuerza tenía ojos y oídos, además de mantenernos a raya
metiendo a los suyos dentro, por supuesto los altos mandos no hacían nada, el dinero
de Boros solía callar a las personas. Nadie tenía permitido entrometerse en sus
asuntos; quienes lo intentaron seguramente terminaron en la misma zanja. Todos
evitaban entrometerse en los negocios de Boros o cualquier cosa que lo
relacionara; sin embargo cuando hablábamos de su competencia era un asunto
diferente, no todos los criminales gozaban con esa protección. Pero el
verdadero problema con Boros era su hijo, Alan Berral alias La Cabra, el único
hijo varón de Boros Berral, y quizás la única razón por la cual aún soporta sus
idioteces. La Cabra era en verdad un problema, a sus veinticuatro años ya se
sentía dueño de todo lo que le pertenecía a su padre, no le interesaba ser
sutil, sólo se preocupaba por alardearle al mundo quien era. En cada oportunidad
que tenía le recordaba a todos quien mandaba; una clara característica de
quienes creían tener el poder. La Cabra no era muy diferente de quienes se
rodeaba, un asesino desde luego, sin la menor pisca de remordimiento y total
inconciencia de lo que era el bien y el mal; pero lo más peligroso en él era su
increíble estupidez. Incluso en ocasiones Boros se había envuelto en
situaciones muy complicadas gracias a las imprudencias de su hijo, no me cabía
duda de que Boros en verdad lo quería, de lo contrario ya se habría encargado
de él hace mucho.
Toda aquella conmoción me había hecho olvidarme de Henri y Amelia.
Henri necesitaba ayuda, de alguna manera la necesitaba, pero no tenía idea de
cómo podría dársela. Amelia siempre sería un feliz recuerdo de días
maravillosos y una infancia dulce. Pero también ahora debía de pensar en mi
propia familia, no sólo por mi esposa, también por mi única hija Susan. En días
como estos los recuerdos de mi cálida niñez llegaban a mí en la forma de aquel
misterioso bosque, donde los tres nos conocimos; por supuesto no me podía olvidar
de la feria que celebraban cada cierto tiempo. Apostaría lo que fuera a que
Susan disfrutaría de aquel lugar, le encantaban tanto los festivales y los desfiles
que una feria sería un lugar irresistible para ella; debería llevarla algún día
de estos, le encantaría, la conozco bien. Pero jamás tuve el tiempo suficiente
para llevarla, tantos problemas en el trabajo, además sumando el asunto de
Henri, era en verdad complicado poder pasar tempo con ella; pero sólo me mentía
a mí mismo. Las escusas siempre existirían, pero jamás le impedirán a nadie
hacer lo que desea, y lo cierto es que no deseaba regresar a ese sitio de
nuevo. Demasiados recuerdos ahora convertidos en amargas experiencias lograron
persuadirme de nunca volver.
Me rendí con el asunto de Henri ese día, ya hablaría con él en
otra ocasión, ahora era momento de regresar a casa con mi familia; tenía muchas
ganas de dormir toda la noche después de éste fracaso. Durante la cena hable
con mi esposa procurando evitar el tema de Henri, pero eso no evito que en
algún momento me preguntara sobre él, no le conté gran cosa. Me esforcé aún más
por tratar de evitar que el nombre de Amelia fuera pronunciado en la mesa. Después
de la cena simplemente nos fuimos a dormir sin hablar más del asunto. Aquella
tarde fue tan amarga que no logro despertar ninguna pasión entre nosotros; el
cansancio suele hacerlo también. Me acosté en la cama para leer por diez
minutos el título de Alcanza la mano de
un amigo; libro recomendado por Joanna y el cual hasta ahora no había
logrado ningún efecto positivo en mí. Decidí colocarlo en la mesilla y apagar
la luz de la lámpara, el cuarto se quedó a oscuras con tan sólo un leve toque
en la base.
En ese momento era yo, pero también era el niño de hace treinta
años. Ingenuo y osado no dude ni por un momento en seguir a Henri por aquel
bosque silencioso. Henri también era el niño de hace treinta años, y como
antaño me tocaba vivir con el nuevas aventuras. Claro, aquello era una locura,
pero cual Sancho Panza decidí seguir a mi Quijote; de algún modo el llamado era
irresistible. En el bosque nos acompañaba una briza veraniega encerrada en un
mar de recuerdos, cruzando la arboleda los secretos se hacían notar como hojas
en las estaciones. Un impulso ya marchito desde hace tiempo surgió de nuevo,
era mi fascinación por descubrir misterios. La pasión por aventuras rugía en mi
interior haciéndome sentir que había despertado de una pesadilla. Henri y yo
corríamos por el bosque siguiendo un camino recto. Nos detuvimos en el río
donde Amelia se encontraba; Amelia al igual que Henri era una niña de nuevo. Nuestro
antiguo equipo había regresado a las andadas, como en épocas pasadas. Los tres
en la orilla del río recolectando rocas y descubriendo animales nuevos, tan
absortos en nuestros asuntos, que Henri y yo no nos dimos cuenta de cuando Amelia
había cruzado al otro lado. Se paró en una roca enorme y liza, la observe del
otro lado, fijando mi atención en la marca de felicidad alrededor de sus
labios.
−Vamos por ella, rápido
–dijo Henri sin una pisca de duda.
−Sí, vamos –respondí.
−Apresura, tenemos que
cruzar.
Henri se metió en el río rocoso, el agua le llegaba hasta la
cintura, pero decidido fue tras Amelia. Una parte de mí no quería llegar al
otro lado con ella, sin embargo no pude evitar acompañar a mi mejor amigo.
Camine por el agua igual que Henri, en ese momento sentía un enorme deseo por
ayudarlo. No podía darle una explicación pero aquello se sentía como un
recuerdo, sin embargo también era muy real, con colores tan vividos que incluso
podía olerlos.
−Tengo que llegar al otro
lado –Henri seguía insistiendo.
− ¡Apresúrense los dos!
–Amelia nos animaba del otro lado.
− ¿No te parece peligroso, colega? –intente
persuadir a Henri.
−Amelia lo hizo, ven ya
queda poco –el joven Henri continuo caminando por el río y yo detrás de él.
− ¿Por qué te entrometes?
–Amelia lo dijo sin referirse a nadie en especial, yo hice caso omiso al no
entender de que hablaba.
−No te entrometas,
regresa a la orilla, es más seguro –al ver la mirada de Amelia en aquella roca
comprendí que me lo decía a mí.
−Deja de decir tonterías,
no entiendo.
−Regresa Miles, debo
hacerlo solo –continuo Henri.
−Ya paren, no me
divierte.
−Tengo que llegar, debo
llegar –Henri seguía siendo testarudo, avanzando en soledad.
Haciendo un enorme esfuerzo por mantener su ritmo continúe con la
travesía, sentía como el agua fría me empujaba hacia la corriente. Una extraña
fuerza intentaba arrastrarme, alejándome de Henri, pero no me deje llevar, no
podía abandonarlo, así que avance moviéndome entre el pesado camino. Entre más
avanzaba sentía que la corriente era más fuerte, para evitar sucumbir daba largas
zancadas mientras encajaba mis pies lo mejor que podía en el suelo. Al dar un
paso largo casi tropiezo, pero antes de ser arrastrado logre aferrarme a Henri,
o al menos yo creí que era él. Al observarlo mejor me di cuenta que se trataba
de una persona sumergida en el agua, su rostro descolorido junto con esa mirada
perdida y una expresión tan tiesa como un… como un… cadáver.
Descubrí lo que tenía entre mis manos, lo solté de inmediato y
pegue un grito de terror. El cuerpo flotaba sobre el agua y viajaba junto con
la corriente. Un escalofrió helo mi sangre y lleno mi corazón de miedo. Comprendí
entonces que nunca lograríamos llegar al otro lado; debía detener a Henri.
−Regresemos, no lo
lograremos. Me encontré un cadáver en el río, vámonos ahora.
−Debo llegar con Amelia,
debo hacerlo –siguió testarudo.
− ¡Regresa!
Antes de hacer nada otro cadáver surgió de las profundidades,
igual de tieso y descolorido que el anterior. Se trataba de un adolecente,
flotaba en el agua mostrando una tétrica expresión en el rostro, como si no
hubiese comido nada desde hace meses. De pronto a lo lejos observe a una mujer flotar
entre la corriente, recostada en el agua, después divise a un anciano, después
una niña, una mujer, adolecentes, viejos, adultos y niños viajaban por el río,
igual de tiesos y huesudos. Sus cuerpos inmóviles como troncos descendían junto
con la corriente ofreciendo un espectáculo macabro. Aquel río de cadáveres corrompió
lo que aún me quedaba de inocencia. Un grito desesperado salió de mi boca, me
sentía atrapado en aquel lugar. Lo único que tenía para aferrarme a la vida era
Henri.
− ¡Espérame Henri!
Tenemos que volver, míralos, están muertos –le imploré.
− ¡Éste no es mi cuerpo,
éste no es mi cuerpo, éste no es mi cuerpo! –Amelia gritaba sintiendo el terror
en su garganta, al verla pude notar como sus dulces ojos soñadores habían sido
remplazados por dos huecos oscuros, en donde las lágrimas tenían el color
escarlata. Mi corazón sintió una punzada.
−No vayas con Amelia,
mírala, algo está mal, regresemos.
−Vete, aléjate de mí, no
entres, no dejes que… −interrumpí a Henri para sujetarlo de los hombros, acto
seguido le di la vuelta para verlo cara a cara. Pero en su rostro tampoco había
ojos, solo dos hoyos en donde brotaba la sangre.
−Vete.
Sintiendo gran horror solté a mi amigo, mi mirada se situó de
nuevo en Amelia, ella intentaba gritar, pero de su boca ningún sonido escapaba.
Al observar mejor la orilla me percate de la presencia de una mujer muy
extraña. Piel pálida como la muerte, ojos negros y profundos. Con una mirada
inexpresiva me observaba en silencio. Bestia de negro, con un traje de gala
sencillo, como para ir a un funeral. La mire por unos instantes más, sentada al
lado de Amelia, inmóvil, esperando paciente.
De pronto el cielo comenzó a sangrar, el rojo machaba el azul
celeste como una neblina infernal, mis ojos buscaban en todas direcciones pero
era inútil, el escarlata amenazante se extendía por todo el bosque. El cielo sangraba
con violencia mientras yo permanecía inmóvil. Petrificado durante unos momentos
por aquel espectáculo, recordé que debía intentar salvar a Henri. Al tocarlo observe
con horror como su cuerpo se llenaba de fuego, igual que una antorcha, lo mismo
sucedió con Amelia, ambos estaba en llamas pero ninguno podía emitir ruido, el
silencio devoró sus voces. Yo gritaba inútilmente mientras intentaba arrojarle
agua.
Aun rodeado de cadáveres observe horrorizado como el rojo se había
apoderado del cielo, la atmosfera era del color de la sangre. Sin saber lo que
pasaba cerré los ojos con fuerza esperando protegerme de aquellos horrores, de
alguna manera pensé que todo se disiparía como en un mal sueño, que los cuerpos
en el río desaparecerían junto con el rojo del cielo y a las espantosas figuras
que alguna vez fueron Henri y Amelia regresarían a ser mis amigos como antes.
Pero todo era tan real, una pesadilla en carne y hueso. La siguiente idea que
pasaba por mi cabeza fue intentar apagar el fuego de Henri al sumergirlo bajo
el agua. Pero antes de poder actuar un espantoso golpe retumbo en mis oídos.
Aquel sonido ensordecedor rugía en el cielo, como un enorme tambor emitiendo vibraciones
dentro de mi cuerpo. De pronto otro sonido desgarrador rompió mis nervios, como
si una mano gigante intentara rasgar el cielo. Al mirar arriba sólo encontré el
carmesí impregnando el cielo, no podía ver nada más, pero yo sabía que aquellos
sonidos provenían de arriba; como si enormes bestias invisibles rugieran con
furia mientras se escondían entre las nubes rojizas.
Lo escuche en ese momento, más sonidos de pesadillas emergían
desde el cielo, en toda mi vida jamás había podido escuchar algo igual, aquello
no podía ser natural, esas vestías tenían que haber salido del más profundo y corrompido
infierno. Dudo tener alguna palabra dentro de mi cabeza que pueda describir
aquel agónico sonido. Fue desgarrador, como si penetrara dentro de mi piel y
perforara en todos mis nervios, era el terror mismo convertido en ruido. Escuche
el aullido de un animal infernal, tan enorme como el abismo más profundo de la
tierra, aquella bestia colosal rugía con furia mientras convertía el ambiente
en una sinfonía escabrosa. Más golpes, aullidos, rugidos, rasguños y lamentos
se unieron para orquestar el concierto más diabólico.
En medio de aquella pesadilla pude comprenderlo, los sonidos
provenían de afuera, al otro lado del cielo rojizo, como si el carmesí fuera
una especie de barrera entre la tierra y sea lo que fueran los horrores del
otro lado. Las bestias deseaban entrar en nuestro planeta, podía sentirlo,
querían sangre y muerte. Mientras su ansía crecía, el cielo era golpeado con
más violencia, rasgaban y mordían la atmosfera como alimañas ambientas. Tras
los golpes y rasgaduras se escucharon al unísono más rugidos estridentes, los
aullidos tan penetrantes casi rompían mis tímpanos. Tape mis oídos con las
manos en un intento inútil por protegerme de aquella sinfonía infernal.
Durante la conmoción pude con dificultad acercarme a mi mejor
amigo, quería asegurarme que estuviera a salvo, lo necesitaba con bien, pero
todo era inútil. No podía ni acercarme a Henri gracias al fuego que lo envolvía;
aunque no podía escucharlo gritar la expresión aun visible en su rostro me dijo
lo terrible de su situación. Instintivamente dirigí mi mirada en Amelia, quien
también ardía en una llamarada de fuego rojo; pero a diferencia de Henri ella
permanecía tranquila, igual que un maniquí.